Dedicatoria


Por Adrián Hernández Ramírez

Momento 1:

El siguiente escrito va dirigido para mi difunto abuelo materno. Me gusta escribir crónicas literarias que abordan temas personales; pues debido a lo explícitas que suelen ser al momento de describir emociones, pensamientos y acontecimientos (por más efímeros que sean), considero que podemos ponernos en los zapatos del protagonista y entenderlo de la mejor forma.

Mi estilo va más a la escritura en tercera persona, pero siento esta crónica tan personal que no había otra forma de escribirla que no sea en primera persona.

A partir del suceso narrado en los siguientes párrafos, mi percepción sobre la vida y la muerte cambió drásticamente, así como mi noción sobre el rencor y el arrepentimiento; y tales pensamientos tienen un peso moral significativo en los valores que ahora me forman como persona.

Ciertamente no me pesa hablar sobre este tema, tengo perfectamente controladas mis emociones respecto a él, y cada que lo recuerdo, lo catalogo como un acontecimiento que fue determinante, sí, pero que en el pasado ya quedó.

Sin más, les dejó una crónica literaria sobre el día que visité a mi abuelo en su velorio.

Momento 2:

Tuve un abuelo, el hombre más longevo en toda la región de la Montaña de Guerrero (o al menos, eso decían aquellos que lo conocían). Unos aseguraban que contaba con 102 años de edad, otros afirmaban que no pasaba los 90, no existía registro alguno que confirmara tales sospechas. Pero ya no importaba, pues en ese momento presencié su despedida final. Lo conocí poco más que nada, así que en ningún momento lamenté su pérdida, pero sabía de sobra las historias que de él se contaban.

El señor Abundio Ramírez era casi una leyenda en su pueblo: vivió en carne propia la revolución mexicana cuando era un infante, lo que le forjó un carácter indómito y una personalidad férrea. De él se decía que era el hombre más bravo de la región, rápido en la ira y lento en el perdón. También se decía que contaba con hijos regados a lo largo de todo el municipio, una localidad llamada Tequesquitengo, y que no había hombre que se atreviera a reclamarle algo sin pistola en mano, pues cualquiera que se atreviera a acusarlo, tenía que probarlo en un juicio a sangre fría.

Eso era lo que se decía, pero yo no tenía forma de saber cuánta verdad había en esas historias; lo único de lo que tenía certeza era de que el hombre abandonó a mi madre después del fallecimiento de mi abuela.

Mi mamá no contaba con más de 10 años y a partir de ahí tuvo que resolverse la vida por cuenta propia; y mi abuela, una mujer que fue vendida como ganado al señor Ramírez (que era hasta 40 años mayor que ella), fue reemplazada un par de semanas después de su fallecimiento por otra jovencita de algún pueblo vecino. Por tales motivos no sentía nada de afecto por aquel hombre, sólo desprecio. Ni siquiera me removió el corazón cuando me vi forzado a asistir a la celebración por su cumpleaños, tres meses antes de su deceso, y me hicieron pasar a saludarlo.

El anciano parecía tan frágil que me daba la sensación de que podía romper su mano con un apretón fuerte que yo decidiera darle, así que decidí estrecharla con la misma suavidad con la que se toca la mano de un bebé; fue el saludo más lento que había dado en mi vida, pues hasta eso le costaba un inmenso esfuerzo para lograrlo, sentía su piel arrugada y los callos endurecidos a lo largo de su palma, fruto de tantas décadas trabajando con el machete y otros instrumentos de siembra que lo habían acompañado desde su juventud, allá por la década de 1920.

Una vez que me solté de su mano, el hombre comenzó a llamarme «Ernesto», minutos más tarde me nombró «Epifanio», y luego «Eulalio». Me pareció tan molesto el hecho de que me cambiara el nombre que por un momento olvidé que estaba delirando, cuando ya de por sí tener la capacidad de seguir articulando palabras a esa edad y con toda la cantidad de morfina que ingería, era toda una proeza.

Después de mí, toda una fila de gente que desconocía pasó a saludarlo de la misma forma, algunos se demoraron mucho tiempo, otros no tardaron ni el minuto, hombres y mujeres de todas las edades: hijos, sobrinos, nietos, bisnietos y tataranietos, una cantidad increíble de familias que se reunían para celebrar el centésimo segundo año de nacido de Abundio Ramírez.

Tres horas más tarde y cuando todo mundo se empeñaba en degustar un delicioso plato de mixiotes de res, el anciano comenzó a llorar a cántaros, en ese momento la tambora se calló y los presentes hicieron lo mismo, tratando de escuchar las palabras de mi abuelo aunque fuese inútil, pues nada de lo que decía se podía entender con claridad.

Esa misma noche recordaba la escena como algo cómico; el viejo, que tan macho y temido había sido, ahora lloraba como un bebé al que despojan del pecho de su madre, y yo no podía evitar sentir cierto placer al verlo así, imaginando que se arrepentía por todo lo que hizo y deshizo, por haber sido un mal padre y por haber abandonado a mi madre en este cruel mundo.

Toda esa especie de rencor que tenía acumulado se diluyo cuando lo ví ahí, acostado en su ataúd, con un aspecto solemne y regio, a pesar de la delgadez extrema de su rostro. ¿Por qué sentía tanto resentimiento por él? Al fin y al cabo a mí no me hizo nada malo, probablemente ni siquiera estaba enterado de mi existencia, entonces no lo comprendía con claridad, así como tampoco comprendía porqué en ese momento me sentía terriblemente mal por haberme burlado de él el día de su cumpleaños.

Pero tanto mi madre como la gran mayoría de sus familiares lloraban desconsolados, aquellos que más habían conocido ese lado oscuro del señor Ramírez, y que habían presenciado su crueldad, también lamentaban su muerte.

Puede que al final de todo, mi abuelo también tuviera sus aspectos positivos; puede que, en comparación a otros hombres, él no fuera tan malo; o puede que simplemente las personas a su alrededor estuvieran acostumbrados a la forma de vida que llevaba el señor Abundio Ramírez; no lo sabía ni lo sabré, pero después de presenciar la muerte por primera vez en mi vida, me quedó claro que jamás debo burlarme de ella.

Momento 3:

Como lo mencioné en el momento 1, tengo mis ideas tan claras respecto a lo que pienso sobre la vida de mi abuelo, que no sufrieron alteración alguna durante el proceso en el que escribí la crónica.

No lloré la muerte del señor Abundio, es verdad, pero sí quedé totalmente consternado por ella. Y es muy raro, minutos antes de ver su cuerpo sin vida, estaba convencido de que el anciano solo había obtenido lo que merecía, pero luego de haberlo observado tendido en su jaula de madera, cambié de opinión.

El primer contacto que tuve con la muerte me hizo respetarla, pues no importa qué tan bondadosos o qué tan despiadados sean los actos que cometemos en vida, al final todos tendremos que rendir cuentas ante «ella».

Estoy seguro que mi abuelo pensó en eso el día de su último cumpleaños, aquel al que asistí, que su momento estaba próximo; y su reacción a tal pensamiento fue devastadora: lloró y no dejó de llorar toda la tarde. ¿Cuál será mi reacción si me enteró que voy a morir en poco tiempo? No lo sé, pero no pienso burlarme más de cómo otras personas miran al destino funesto que nos abrazará a todos.

Por lo mismo, creo firmemente que si mi abuelo leyera estas breves páginas, volvería a derramar lágrimas.


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