Por Jaqueline Nava
Por fin dejé de sentir las amorosas, cansadas y heridas manos asfixiándome. Solo tuve que salir de casa. Enterrada bajo el piso de la Ciudad de México, sentí la libertad del aire recorrerme el rostro. Una mujer se cruzó contra mí, el traje que vestía y la velocidad de sus tacones anunciaban que iba tarde al trabajo, su mirada fuerte se cruzó levemente con la mía, no reparó mucho, la desenvoltura de saberse invisible.
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El naranja siempre ha sido el color del metro, también el del sol, el del cempasúchil y el de mi cabello. Un falsísimo tinte que me acompaña desde el 2019, fue de las muchas veces que mis padres me miraron un poco decepcionados, como que mucho de lo que hago les es moralmente incorrecto: ¿No te llama la atención una carrera menos peligrosa? ¡¿Cómo que vienes de una manifestación?! ¿Por qué no te quieres acabar la comida? ¿Enserio crees que necesitas un psicólogo? ¿Quieres llegar después de las 7? ¿Esos borrachos son tus amigos? ¿Te gusta ese tipo de música? ¿Quieres trabajar ahí? ¿Vas a gastar todo lo que ganaste en ese libro? ¿Ese con joyería en la cara es tu novio?
Estaba muy acostumbrada a la exigencia y lo estricto, la menor de cuatro hermanos en medio de dos padres católicos y tradicionales, había mucho amor, pero también muchas restricciones, y yo que tenía alma de poeta, quería salir, comerme el mundo y escribirlo. Siendo honesta, nada me detuvo nunca, pero siempre a escondidas y antes de las 6pm.
Desde temprana edad, muchos “no” me hicieron darme cuenta de que yo iba a tomar el papel de la rebelde en la familia, es que ninguno de mis hermanos quiso retar a la autoridad, o les daba flojera. Desde que pude, luché con todo a mi alcance para salir sola, para tomar mis propias decisiones. Y aunque fue muy de poco en poco, iba sintiéndome satisfecha con los resultados. Un pequeño paso para la independencia, un gran paso para Jaqueline.
-Wey, ¿enserio ya te vas a ir? es bien temprano – me reclamaban mis amigos.
-Es que a mi si me quieren mis papás- contestaba yo, pero por dentro estaba decepcionada.
No era raro que con la estructuración familiar, no supiera moverme en las calles, mi padre me llevaba a todos lados. Fue hasta que entré a la universidad que aprendí a usar el metro de la Ciudad de México. A las 6:20 am a Ciudad Universitaria, las miniaventuras que representaba, de hecho, me gustaban, siempre con los audífonos puestos, algún rap de Rayden para empezar la jornada.
El transporte naranja podía moverme por toda la ciudad. Pese a que a algunos les disgustara por los olores o las aglomeraciones, a mí me significaba la emancipación. El famoso tren es un resumen de la metrópoli, una metáfora de la sociedad mexicana.
Sus paredes están llenas de arte y de historia, coloridos pasillos que lo conectan todo, donde también suele haber basura y falla la luz. Donde lo que sobra es gente, diariamente, hay cerca de 4.6 millones de pasajeros. Nadie se sube completamente por gusto, es más una necesidad, actualmente la tarifa esté en $5 pesos, y se presume que ya no habrá boletos, solo tarjetas.
Siempre está pasando algo, una caótica normalidad que mantiene a los chilangos despiertos. La mamá peinando a su hija, un adulto mayor leyendo una historieta, dos jóvenes romanceando, un grupo de adolescentes carcajeándose, los vendedores ambulantes gritando -ilegales pero esenciales- la muchacha maquillándose, hay quienes se pierden, quienes se esperan y quienes se encuentran; lamentablemente hay quienes roban y manosean; el niño comiéndose sus papitas, unos peleándose, otros cayéndose, los demás corriendo, los más tristes casos aventándose a las vías -la terrible desgracia que termina con todos llegando tarde, y la necesidad del pueblo se duplica-. Lo cierto es que en el metro han iniciado y han terminado historias, y el ciclo sigue.
Aunque Claudia no le haya dado buen mantenimiento en su sexenio y los accidentes hayan estado a la orden del día, desde el 2021 los fallos y las líneas que no funcionan son muy comunes.
En 2022 yo también tuve un fallo y terminé en una sala de hospital, el IMSS (Instituto Mexicano del Seguro Social) fue mi hogar durante 11 días, y al salir, la independencia que me había costado 22 años ganar, terminó en la basura.
Podía entender que mi familia estuviera asustada, de hecho, yo también lo estaba, después de tan traumático evento pasaron 6 meses y nunca salí de casa. Fue un aislamiento peor que el del covid-19. En ese medio año, no estuve en ningún momento a solas. Y estuvo bien, porque todos necesitábamos apretarnos fuerte de las manos y convencernos de que yo iba a vivir.
Pero cuando analicé que estaba respirando, y que quizá al siguiente día ya no tuviera la misma suerte, tuve más ganas que nunca de salir a rayar al mundo. Supe que sería aún más difícil, pero también estaba más decidida. Hablé con mis padres con calma y les dije sobre mis razones, les conté como me sentía, lloramos, estuvo fuerte y lindo, pero me dieron una negativa, ante todo eran difíciles.
Yo ya no estaba dispuesta a esperar, agarré las cosas que necesitaba para un par de horas, las metí a mi pequeña bolsa, y entonces salí. Mi destino fue el que mejor conocía, el que podía llevarme a cualquier lugar, el transporte naranja más grande de la ciudad.
Bajé las escaleras eléctricas de la estación Mixcoac, leí las frases de Octavio Paz mientras me daba cuenta de que por fin sentía la tan ansiada soledad. Pude escuchar mis pensamientos y nada más. Vi de reojo a la gente y amé la sensación de que ellos no supieran nada sobre mí, porque me gusta ser completamente verdadera, pero también discreta, espectadora de obras más grandes.
La calidez del vagón exclusivo de mujeres hasta hizo que se me olvidaran las llamadas perdidas de mis padres, les mandé un mensaje aclarando que todo estaba bien, que solo había salido un ratito.
El montón de mujeres de un solo viaje, de todas las edades y todas las alturas, con sus ropas diferentes y sus mochilas al lado, parecían compartir una característica: estaban felices.
Sé que en verdad era yo la que estaba compartiendo su emoción, poniendo una sonrisa en ese montón de caras que no recordé ni al día siguiente. El poder de la comunidad.
Viajar sola pero acompañada nunca antes se había sentido tan bien. Por fin decidí a donde ir, a qué hora, cuanto tiempo y por dónde. Fui dueña de mí misma. Coyoacán era un destino tranquilo para sentarse a leer. Nunca he sentido especial aversión por el metro, pero en aquel noviembre del 2022, sentí que lo amé. Estar sola fue abrir las manos, fue ponerme primero a mí, fue moverme y aprovechar así la segunda oportunidad que la vida me había dado.