Por Miguel Alejandro Rivera
Los últimos dos meses de mi vida fueron destructivos, de transformación y resurrección. Tomé decisiones poco convencionales para el mundo occidental y la única ilusión grande, grande, que me mantenía en pie era ver a mi ahijada bailar su vals de XV años.
Lo logré, incluso estuve con ella en la pista y, como sucede a muchas personas, mi cuerpo decidió que, después de soportar tantas emociones, merecía un descanso forzado, por lo que se dejó vencer ante la enfermedad.
«Rinofaringitis aguda», dijo una doctora joven oculta tras su cubrebocas ante mi tristeza de verme los próximos días en cama, lejos del ejercicio y las aulas.
Aún así, un día después, me planteé ronco ante mis alumnos y di más de dos horas de clase, lo que me cobró factura al día siguiente, cuando me sentí peor y, ahora sí, cancelé todo compromiso. Sin embargo, la tarde siguiente ya tenía un curso agendado en mi casa, así que hice quehacer, saqué la clase adelante y me volví a sentir más mal por la noche.
Ahora que lo escribo quizás entiendo mejor por qué la medicina nomás no me hacía. Fui con la doctora una vez más y envió inyecciones de refuerzo. Me puse una yo mismo, me dio hipo y me espanté de haberme metido alguna burbuja al cuerpo que me causara un paro cardíaco o algo por el estilo, entonces dormí peor: enfermo y preocupado.
Al día siguiente, otro doctor me puso uno más de los piquetes y aproveché para preguntarle de mi avance, pues los síntomas seguían. Me dijo que ya no veía infección, pero mandó más medicina: la cartera se abría y se abría para comprar medicamentos y yo nomás no me curaba.
Entonces es que uno cae en la cuenta: ¿qué le diría yo a alguien en mi situación? «Hazte un té de ajo con cebolla, lo hierves, lo dejas reposar, luego bien caliente te lo tomas y métete a la cama», «descansa, aprovecha, ya quisiera uno poder estar en la cama sin hacer nada». Me hice caso: armé mis menjurjes, me los tomé calientes y me fui a dormir.
Desde que vivo solo, ya unos cuatro años, creo que pocas veces me sentí tan desvalido, y esta fue una de ellas: el refrigerador a medias; el orden, mi responsabilidad; las ganas de todo, las fuerzas para nada. Por eso recordé con nostalgia cuando de niño enfermaba: mi madre tocando la puerta de mi recámara con sopa y con lo que, quizás por esas memorias, siempre se me antoja cuando me duele la garganta: pan con una taza de chocolate tibio.
Fui a la tienda, porque después de una pandemia visitar a los padres enfermo es casi un reto al destino, y yo solo armé mi kit de mejoría para mí mismo. A veces uno es su propio guardián.
Cené mi sopa, mi pan y mi leche, me fui a dormir. Como un embrujo, al día siguiente desperté poderoso, con ganas de hacer ejercicio, de bañarme, de ver la mañana con un café en la mano; amanecí feliz.
Los rituales son importantes, pero conocerse y darse amor lo es aún más. La soledad no es mala si uno sabe convivir consigo mismo. Hay que escucharse, hay que mirar hacia adentro, hacerse caso de vez en cuando; seguir las señales.
He de decir que a ratos la rinofaringitis me puso triste y hasta desesperado, pero siempre le estaré agradecido, porque uno de los peores días que la padecí, cuando mi cabeza punzaba y los ojos me lloraban, terminé una novela atorada en mi imaginación desde hacía varios años: siete horas sentado reté a mi cuerpo y amé el resultado en la historia… Supongo que así es la vida, uno nunca deja de conocer sus límites y sus alcances aunque pasen los años… Uno entiende que a veces todo es tan sencillo como tomarlo con calma y sentarse a comer leche, pan y sopa.